Por: Juan Carlos Aguas Ortiz, Ph. D.
(Ciencia, Historia y Sociedad)
Introducción
La historia de la medicina en Ecuador revela episodios en los que la ciencia, la ética y la política sanitaria entraron en tensión. Uno de estos episodios ocurrió a principios del siglo XX, cuando el país enfrentaba una crisis sanitaria marcada por el abandono institucional de pacientes con enfermedades estigmatizadas, como la lepra. En ese contexto, el Leprosario de Pifo se constituyó en un espacio emblemático de exclusión social, más cercano a una cárcel sanitaria que a un centro terapéutico. Sin embargo, la figura del Dr. Ignacio Campos representó una disonancia significativa dentro de este sistema: propuso un modelo médico humanista que buscaba transformar el aislamiento en comunidad.
Este ensayo sostiene que, pese a las limitaciones estructurales y políticas de la época, el Dr. Campos introdujo prácticas innovadoras que anticiparon enfoques actuales de salud integral. A través de una ética del cuidado y una visión de dignidad humana, intentó convertir el Leprosario de Pifo en un laboratorio de medicina social. La tesis que se defiende es que el modelo impulsado por Campos reconfiguró, aunque de forma efímera, la relación entre medicina y marginalidad, revelando que incluso en contextos de precariedad es posible resistir al paradigma de la exclusión mediante una praxis médica transformadora.
El Leprosario de Pifo como síntoma del abandono estatal
La creación y funcionamiento del Leprosario de Pifo reflejaron un patrón común en la historia sanitaria de América Latina: la institucionalización del aislamiento como respuesta a enfermedades socialmente temidas. Su apertura coincidió con un periodo de aguda inestabilidad política, económica y sanitaria en Ecuador, agravado por los efectos colaterales de la Primera Guerra Mundial y las revueltas internas. Administrado por la Junta de Beneficencia de Quito, el leprosario operaba con fondos insuficientes, sin un plan sanitario integral, y en condiciones que rozaban lo inhumano. Más que un centro de curación, era un dispositivo de contención permanente para los considerados “incurables”.
Esta situación ilustraba el desinterés estatal por garantizar una salud pública digna, revelando un doble proceso de exclusión: por la enfermedad y por la pobreza. La medicina, en este marco, funcionaba como instrumento de segregación más que de integración. No obstante, fue en este mismo escenario donde el Dr. Ignacio Campos detectó que el problema no era solo técnico, sino profundamente ético.
Ignacio Campos y la medicina como acto de dignidad
Frente al modelo imperante de aislamiento, el Dr. Campos formuló una propuesta que desbordaba el enfoque biomédico tradicional. Inspirado en experiencias europeas como las colonias-sanatorio y en una sensibilidad humanista, promovió dentro del Leprosario de Pifo un modelo centrado en la dignidad del paciente. Sus acciones incluían actividades agrícolas, recreativas y culturales, dirigidas a reconstruir un sentido de vida y comunidad entre los internos. Su enfoque no se limitaba a curar la enfermedad, sino a rehabilitar al sujeto socialmente excluido.
Su propuesta descansaba en tres pilares fundamentales: autonomía del paciente mediante integración en labores productivas; terapia ocupacional como vehículo de salud mental; y una comunidad de cuidado, en la que colaboraron el inspector Ovidio Chiriboga y el padre Alfonso Laenen. Estos elementos anticipaban conceptos que hoy son fundamentales en la medicina social y la salud comunitaria. Así, Campos no solo desafió las prácticas dominantes, sino que propuso una ética de la atención donde la medicina no era castigo, sino reparación.
Los límites estructurales de un modelo ético
A pesar de su innovación, la experiencia del Dr. Campos se topó con resistencias insalvables. En primer lugar, la creciente influencia de los modelos tecnocráticos de salud pública, impulsados por la diplomacia sanitaria estadounidense bajo la doctrina Monroe, relegaba enfermedades como la lepra por su escasa rentabilidad social. En segundo lugar, el estigma cultural permanecía arraigado: el leproso no solo era visto como enfermo, sino como portador de una “culpa moral”. Por último, la ausencia de voluntad política para sostener un modelo humanitario terminó por asfixiar el proyecto.
Testimonios como los de César Cabrera evidencian cómo el sistema prefería ocultar que rehabilitar. El Estado priorizó el control epidemiológico sobre la justicia sanitaria. Campos, entonces, no fracasó por debilidad de ideas, sino por enfrentar un sistema que consideraba su propuesta una amenaza al orden establecido. Aun así, su legado permanece como un referente de resistencia ética dentro de la medicina institucional.
Conclusión
El Dr. Ignacio Campos representó una singularidad en un sistema que había normalizado el abandono de los más vulnerables. Su intento por reconfigurar el Leprosario de Pifo como un espacio de comunidad y no de castigo desafió los parámetros dominantes de la salud pública ecuatoriana del siglo XX. Aunque su propuesta no logró institucionalizarse, reveló que otro modelo era posible: uno en que el cuidado, la dignidad y la inclusión fuesen los ejes de la praxis médica.
En un momento histórico en que las políticas sanitarias siguen debatiéndose entre eficiencia técnica y responsabilidad social, el ejemplo de Campos invita a reconsiderar el lugar de la ética en la medicina. Curar, sí, pero también acoger, rehabilitar y dignificar. En ese gesto reside una medicina que no solo alivia el cuerpo, sino que también repara el tejido social.
Bibliografía
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